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democracia y ciudadanía. por francisco rodriguez pétrz

Acaba de pasar un proceso electoral más en nuestro país. Más allá de las victorias o las derrotas de los aspirantes y los partidos, quedan insatisfacciones –si es que se quiere identificar a las elecciones con la democracia– y, con ello, la necesidad de profundizar en los comportamientos de la ciudadanía.

Hay esfuerzos que apuntan a mayores exigencias al respecto de la participación ciudadana y la democracia, como los trabajos que actualmente está realizando Kenny Arroyo, a nivel internacional, en materia de transparencia y rendición de cuentas, participación de las juventudes en la democracia y, en general, la participación ciudadana, con más grandes aspiraciones e inspiraciones.

Con base en algunas de las aportaciones de esta brillante y talentosa joven, desarrollaré algunas ideas respecto a la democracia y la ciudadanía.

La democracia es un sistema de gobierno y se pretende también un estilo de vida, pero, en última instancia, se la ha centrado en el voto, en las instituciones y los procedimientos electorales, como hemos visto apenas el primer domingo de junio.

Pero esa discusión viene de varios años anteriores. En México, al menos desde 1977 cuando el destacado político, intelectual e historiador Jesús Reyes Heroles, daba los primeros pasos hacia una reforma política de carácter democrático, tratando de darle forma a un México plural. Lamentablemente, desde entonces, la discusión se ha centrado en lo electoral más que en lo democrático.

Pero eso no ha ocurrido sólo en México.

Creo que vale la pena analizar parte de las propuestas históricas en el sentido que propone la joven Arroyo: El siglo XXI requiere actualizar aquella democracia, con más grandes aspiraciones: una ciudadanía que no sólo elija gobernantes, sino que ejerza el gobierno, a través de los diversos mecanismos de participación como son y deben ser, por ejemplo, la transparencia y la rendición de cuentas.

Para profundizar en las relaciones democracia-ciudadanía, hay que remontarnos, pues, a los “modelos” o las “teorías” de la democracia, para analizarlos tanto como sistemas de gobierno cuanto como tipos de sociedad.

La referencia podríamos situarla en los términos en que los plantean McPherson, en su libro “La democracia liberal y su época”, Held, en su obra “Modelos de la democracia”, y Kelsen con su “Esencia y valor de la democracia”, entre otros.

Sigamos la argumentación de Kenny: La democracia liberal, según McPherson, se inició hace, apenas, poco más de 150 años, primero como concepto y después como institución.

En efecto, los valores liberales surgieron en las sociedades capitalistas de mercado, con el principio fundamental de la libertad del hombre y de la mujer para realizar sus capacidades humanas.

Si bien la democracia en los postulados liberales es un mecanismo para elegir y autorizar a los gobiernos, y sus decisiones políticas, también es la calidad de vida en el funcionamiento y tipo de la sociedad, es decir, un conjunto de relaciones entre la ciudadanía.

Antes del siglo XIX –sostiene McPherson– no hay alguna teoría importante justificativa, o siquiera analítica de la democracia.

Desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, de acuerdo con este autor, se sucedieron tres modelos de la democracia liberal: 1) Democracia como protección a los gobernados contra la opresión de los gobiernos; 2) Democracia como desarrollo individual de la propia

personalidad; y 3) Democracia como equilibrio, sin mucha participación popular, que describe y justifica la competencia elitista (que es el modelo imperante).

McPherson propone un cuarto modelo: la democracia como participación.

Por su parte, Held plantea algunas precisiones al esquema cuando separa los modelos clásicos (democracias clásica, liberal o representativa, protectora, desarrollista, directa, y desarrollista radical) de los modelos contemporáneos (democracias legal, elitista competitiva, y pluralista con variantes de la democracia participativa).

El primer modelo –donde la democracia es vista como protección de los gobernados frente a los gobernantes–especialmente impulsado por Bentham y James Mill, creadores de la teoría general del utilitarismo, ya en el siglo XIX, plantea que el sufragio universal llegó por etapas, pero antes de su expansión las instituciones y la ideología del individualismo liberal ya se habían establecido.

Hasta que el ejercicio del derecho al sufragio pudo elevar o derrocar gobiernos, se convirtió en un criterio democrático, muy diferente a las visiones anteriores.

En el segundo modelo –donde la democracia es vista como desarrollo– promovido por John Stuart Mill, primero, y después por autores ingleses y estadounidenses, como los idealistas Barker, Lindsay y MacIver, los pragmáticos

representados por Dewey, y los neoutilitaristas como Hobhouse, el ser humano ejerce y disfruta sus capacidades.

El argumento principal es que este sistema daba a todos los ciudadanos un interés directo en los actos del gobierno, y un incentivo para participar activamente, por lo menos hasta el punto de votar por el gobierno o en contra de él, y según se esperaba, también para informarse y formar sus opiniones. La democracia llevaba al pueblo a las actividades del gobierno, al dar a todos un interés práctico, que podría ser afectivo porque sus votos podían derribar a un gobierno.

En este modelo había un supuesto básico: la democracia haría que la gente fuese más activa, más enérgica, y avanzaría en cuanto al intelecto, la virtud, la actividad práctica y la eficacia.

El tercer modelo –donde la democracia es elitista porque asigna el papel principal en el proceso político a grupos de dirigentes que se escogen a sí mismos– fue formulado principalmente por Schumpeter a mediados del siglo XX, quien representa a la democracia solamente como un mecanismo para elegir y autorizar gobiernos, no un tipo de sociedad ni un conjunto de objetivos morales: consiste en una competencia entre dos o más grupos de políticos, organizados en partidos, para conseguir los votos que les darán el derecho de gobernar hasta las siguientes elecciones.

“Sin ayuda de los antiguos se ha logrado edificar ahora la democracia electoral o vertical”, asegura Sartori en su obra “Teoría de la democracia”.

En este modelo, sin embargo, predominan la apatía, la falta de interés, la ignorancia, la participación mínima de la inmensa mayoría, como hemos visto en las elecciones pasadas.

En términos generales, se trata de un electorado estratificado, con una minoría activa en la capa superior del mismo; esa ciudadanía estratificada, que toma parte activa en la política, que vota, asiste a juntas, se entera, está pendiente, es muy pequeña, menor al 10 por ciento de la población adulta, según explica Baber en su libro “El ciudadano político”.

McPherson propone un cuarto modelo –donde la democracia es vista como participación– que se inició por parte de los movimientos estudiantiles y de las tendencias neoizquierdistas, para luego difundirse entre la clase obrera.

Esta teoría, que tuvo sus orígenes en los años sesenta del siglo XX, pugna por una presencia considerable de la ciudadanía en la formulación de las decisiones del gobierno. Ello produjo que aún los propios gobiernos crearan esquemas de participación ciudadana.

La sociedad y el gobierno plantean simetrías en la actividad política. Cada vez más se borra la distancia entre las clases gobernante y gobernada.

Este modelo se basa en el auge de los movimientos y las asociaciones de barrios y de comunidades, que son formados para ejercer presiones. De esa forma actúan respecto de las decisiones del gobierno, sin embargo no tratan de sustituir a la estructura política, sino sólo de someterla a nuevas presiones, como lo plantea Villasante en su libro “Las democracias participativas. De la participación ciudadana a las alternativas de sociedad”.

“Esta es la opción para los actuales gobiernos de inspiración y aspiración izquierdista”, sostiene Kenny Arroyo.

En la democracia participativa el pueblo se articula orgánica y no mecánicamente, y la formación de la voluntad estatal no responde al azar de la mayoría, sino que todo grupo del pueblo tiene la participación que le corresponde según su papel en el conjunto, como señala Kelsen en su “Esencia y valor de la democracia”.

Es decir, la democracia descansa sobre la responsabilidad de los ciudadanos. La democratización transforma una comunidad en sociedad regulada por leyes y al Estado en representante de la sociedad, al mismo tiempo que limita su poder mediante los derechos fundamentales. La ciudadanía resulta indispensable para el pensamiento democrático, en tanto que separa a la sociedad civil de la sociedad política y garantiza los derechos jurídicos y políticos, en los términos que sostiene Touraine en su obra “¿Qué es la democracia?”

A contrapelo de Dunn, quien en su libro “La agonía del pensamiento político occidental”, sostiene que andan sueltas hoy por el mundo, en realidad, dos diferentes teorías democráticas desarrolladas: una de ellas deprimentemente ideológica, la democracia representativa, y otra, evidentemente utópica, la democracia participativa, o de Burnham, quien asegura que la democracia como autogobierno o gobierno del pueblo es imposible; un mito, una fórmula, o desviación que no corresponde a ninguna realidad actual o posible, sigamos pensando en una democracia participativa.

Lo expresado por Dunn y Burnham, puede incitar, motivar y entusiasmar, para que los gobiernos de izquierda intenten realizar la “utopía” de la democracia participativa, o el “mito”, la “fórmula” o la “desviación”, que para el pensamiento conservador, la derecha o la reacción, significa el autogobierno o el gobierno del pueblo.

Sigamos pensando desde una democracia de aspiraciones e inspiraciones izquierdistas como las que estudia Kenny Arroyo. En próximas colaboraciones analizaré las correlaciones entre ciudadanía y democracia, porque el nacimiento de una ciudadanía es el primer paso, y en muchos aspectos el más sencillo, en la creación de regímenes democráticos. ¡Hasta siempre!

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¿México lindo y querido? Por Itali Heide

Itali Heide

Estoy orgullosa de muchas cosas que han salido de mi país. Me alegra decir «soy mexicana» en cualquier otro lado porque siempre hace sonreír a alguien e invoca una fiesta. Estoy orgullosa del pozole y de las enchiladas. Me siento feliz al ver las calles coloridas y las sonrisas amables dibujadas en los rostros de la gente en cada pueblo del país. Me siento orgullosa de muchas cosas, pero dentro de la suerte que siento por haber nacido en México, también estoy tremendamente triste por lo que el país ha crecido en su ser profundo.

Me da miedo ir caminando y encontrar un cuerpo con huellas de violencia tirado en medio de la calle. Me aterran los silbidos y comentarios inapropiados que nos persiguen a mí y a otras mujeres a donde sea que vamos. Me entristece la pobreza fomentada por cuestiones sistémicas que la política se niega a reconocer. Odio ver cómo el racismo y el clasismo viven cada día a través de nosotros. Odio ver cómo la corrupción, la violencia, el crimen y la envidia se apoderan del amor, la calidez, el impulso y el talento que vive en el corazón de la mayoría de los mexicanos.

Por mucho que ame a mi país, también soy capaz de encontrarle defectos. A veces, quiero empacar mis maletas y largarme de aquí, pero si eso es posible o no, ni siquiera es la cuestión. Tal vez no debería de considerar la posibilidad de irme, sino considerar formar parte de las olas de cambio que podrían crear una corriente de desarrollo a largo plazo en un océano de potencial sin explorar. Es un riesgo, por supuesto, como quizá advertirían muchas personas encontradas en bolsas de basura que no han vivido para contarlo. Pero alguien tiene que hacerlo.

¿Cómo es posible que un lugar con tantos paisajes naturales hermosos, culturas indígenas preservadas, una gastronomía maravillosa, ciudades en expansión, economías en crecimiento, comunidades prósperas y escenas artísticas en auge esté plagado de amenazas ecológicas, racismo, hipercapitalismo, pobreza cada vez mayor y clasismo sistémico? Parece un oxímoron social, pero la verdad es que México es un país profundamente problemático porque nosotros lo hemos hecho así.

Permitimos que los programas de televisión que muestran a las mujeres como objetos sexuales llenen nuestras mentes, descuidamos la educación para llenar los bolsillos de nuestros políticos con dinero extra, ignoramos a quienes creemos que están por debajo de nosotros para promover nuestras propias necesidades egoístas, dejamos que la tierra se disipe lentamente para satisfacer nuestros deseos inmediatos, adoramos el suelo que personajes cuestionables ponen ante nosotros y tomamos decisiones que alejan al país de ser lo que podría ser, todo en nombre del «progreso».

Somos egoístas y corruptos, por decirlo en términos sencillos. Podemos celebrar las muchas cosas que amamos de nuestro país, pero no olvidemos las miles de cosas en las que debemos trabajar para que México sea realmente amado. Al final del día, no tenemos a nadie más que a nosotros mismos, las personas con el poder de cambiar las cosas, para culpar de lo que ha sucedido a todos los que no tienen más remedio que seguir el camino por el que México camina.

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¿Qué tan mexicanos somos? Por Caleb Ordóñez T.

La gente se agolpaba, entre gritos de “¡Viva México!” y alargando sus brazos para pasar a la distancia más cercana de “la gran campana”, miles y miles de personas disfrutaban de la fiesta más mexicana del año. Un día tan especial que nos recuerda los valores patrios que han marcado nuestra mente desde la infancia. Entre esa amalgama, se agolpan los recuerdos que recorren nuestras fibras más internas de las entrañas.

Los lunes de cantar el Himno Nacional y saludar a la bandera; los momentos cuando en voz alta declamábamos el juramento a esa insignia nacional: “Bandera de México, legado de nuestros héroes, símbolo de la unidad de nuestros padres y de nuestros hermanos, te prometemos ser siempre fieles a los principios de libertad y de justicia que hacen de nuestra patria, una nación independiente, humana y generosa a la que entregamos nuestra existencia». Seguido del llamado: «¡Firmes, ya!», instrucción de alguien con autoridad que gritaba para culminar la tradición que viene desde el “saludo romano”.

Por Caleb Ordóñez T.

 

Cada año, el 15 de septiembre se convierte en un momento que nos enfrenta a nuestra mexicanidad.

José Alfredo Jiménez, el poeta del pueblo, lo relataba con un cántico lleno de orgullo: “Viva México completo, nuestro México repleto de belleza sin igual. De esta tierra que escogió para visitarla la virgen del Tepeyac”.

Ser mexicano es para la mayoría, un honor. A pesar de nuestras diferencias, es común que un mexicano se abrace con otro cuando la Selección Mexicana le atesta un gol a la poderosísima selección de Alemania en un Mundial de futbol, como sucedió en Moscú, en el 2018.

Pero el 15 de septiembre es una fecha sin igual. El pozole se prepara a lo lago y ancho del país, recordándonos nuestros colores, olores y sabores. El mariachi tendrá que resonar llegando a hacer un eco imposible de detener; nos recuerda las raíces, los sones y los cantos que nos han dado identidad alrededor del mundo. ¡Qué alegre es la noche que recordamos nuestra independencia!

¿Qué tan orgullosos estamos?

Pregunté en un grupo de Whatsapp, con queridos amigos. Esos grupos donde comúnmente se habla de todo lo que sucede día a día: “¿Ustedes se sienten igual, más o menos mexicanos que cuando eran niños?”. De pronto, reinó un silencio, que estoy seguro, hacía reflexionar a quienes leyeron la incómoda (o también poco interesante) pregunta.

Uno de los participantes del grupo contestó algo que llamó mi atención poderosamente: “Igual de mexicano, pero menos orgulloso de México”.

«¿Por qué estás menos orgulloso de México?», le pregunté, tratando de explicarme esa dualidad entre sentirse orgullosamente mexicano, pero decepcionado de su país. La respuesta que me daba Andrés fue potente: “Porque ya vimos que sea quien sea (gobierno), la corrupción está muy arraigada. Casi nadie respeta las reglas. Ya no hay civismo…”, siguió escribiendo una serie de sucesos que vivimos, incluso en el equipo de futbol al que pertenecemos.

Recuerdo haber platicado alguna vez de este tema con el mundialmente conocido escultor Enrique Carbajal, mejor conocido como “Sebastián” (a quien tengo el honor de llamar amigo). En esa ocasión, el gran artista nos mostraba su preocupación por que el sentido de la “mexicanidad” se iba diluyendo de manera significativa. La pequeña mesa que escuchábamos al maestro coincidimos en que las nuevas generaciones han sufrido la idea clara de la importancia de ser mexicanos, con toda la extensión de la palabra.

Sebastián, siempre ecuánime, nos explicó sobre la obra que “levantó” en Ciudad Juárez, Chihuahua, la cual fue llamada “La equis”. “Se trata de retomar el mestizaje, el crisol entre la cultura española y mexicana. Se trata de un color que ha marcado nuestra tierra, el rojo, de sangre y batallas cruentas. Se trata de recordar que una “X” es el símbolo de la diferenciación del lenguaje de los conquistadores que se aferraban con la “J” en medio de la palabra de nuestro país”.

Nunca olvidaré esa extensa y apasionada explicación de su obra. Sus ojos mostraban el furor que tenía al hablar de retomar nuestros principios y luchar por ellos. No habló de partidos políticos, gobiernos o divisiones sociales. Sino de volver a esa idea que de niños nos forjaron, a ese momento que definió nuestro civismo y la defensa de nuestros valores patrios.

Este día por la noche, el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador dará su tercer “Grito de Independencia”. Lo hará frente a la plaza que le ha dado mayores triunfos y recuerdos de alegría: El Zócalo de la Ciudad de México. Paradójicamente, una vez más, tendrá que ser con un aforo muy limitado, muy lejano a los cientos de miles que durante años han coreado su nombre y lo han exaltado a fin de que llegara al puesto que hoy ostenta.

Llegamos a un 15 de septiembre con una pandemia que nos sigue amenazando y que a muchos nos ha dejado fuertes secuelas de salud, tristeza y duelo. Llegamos sobreviviendo a dificultades económicas, psicológicas y otros flagelos.

En una polarización infinita, una ardua pelea entre bandos que teniendo exigencias justas, llegan a la ofensa y el linchamiento entre unos y otros.

Pero México sigue estando de pie. Un país resiliente, que se ha levantado de las desgracias más complejas y dolorosas.

Ser mexicano va más allá de nuestras torpezas o errores, de nuestro ingenio y humor. Tiene que ver con principios básicos que aunque muchos olvidamos, podemos volver a ellos. Finalmente, el amor en conjunto hacia el país, será el que restaure a una nación que se crece en medio de la sangre, la violencia y el dolor.

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